El otro Páez - Nota Busqueda Carlos A. Muños



Abre la puerta el dueño de casa. Es un hombre de mediana edad, sin arrugas, grande, de mirada y rostro luminosos, afable. Está de entrecasa pero mantiene la elegancia y amabilidad en su trato. La puerta es de madera; la casa, de piedra. Todo es antiguo, lejano, descansa en el tiempo.
Es un lugar histórico, pero de verdad. La casa fue descubierta por el padre del anfitrión, reciclada, restaurada. Puertas y ventanas, objetos, adornos, todo remite a la herencia portuguesa del siglo XVIII. Así está, como muchas de las casas del barrio antiguo de Colonia del Sacramento, fundada por los portugueses para marcar territorio frente a la conquista española. La escena se completa con la calle empedrada, los farolitos, el aire del río y algunos turistas que caminan en silencio, casi sin pisar el suelo, para no quebrar el silencio de siesta que pesa sobre la historia.

La casa la compró Jorge Páez Vilaró (Montevideo, 1922-1994) en una época en la que Colonia no era Colonia y él integraba una Comisión de Patrimonio en una de sus múltiples actividades. Un lugar abandonado, descuidado, barato. Dice el actual dueño, su hijo, también llamado Jorge, que su padre comenzó a picar la pared de revoque y se encontró con la piedra. Allí asumió el valor histórico de ese lugar tan especial, a pocos metros del río, en una calle en bajada. Abre sus puertas de nochecita para recibir comensales, a la luz amarillenta de los farolitos y alguna Santa Rita en flor.



Es un restaurante para pocos elegidos. Por la delicadeza de su entorno, por el cuidado y gusto para mantenerlo y por el exquisito y sutil menú. Es un lugar chico, fino, con un patio al fondo, rodeado de plantas. Pero nada de eso atrae tanto la atención como la abundante colección de cuadros que cuelgan de las paredes. Uno no puede pasar de largo, aunque quiera, no puede obviarlos aunque el estómago mande a comer una ensalada con quesos de la región o un carpacho de ternera. El anfitrión invita a entrar para realizar la nota. La sala principal está fresca. La piedra y los años mantienen la temperatura adecuada.

“Ese soy yo”, dice la frase dentro de una pintura en la que a duras penas se percibe un rostro, diluido en una gama de tonos claros, grisáceos, con fuerte presencia del material. Es una obra del artista, no tan característica como las otras, más reconocibles por su belleza y potencia cromática. Pero tiene el toque divertido de Jorge Páez Vilaró, el hermano del medio de Carlos y Miguel. Un personaje que inundó de arte, humor y presencia notoria la última mitad del siglo XX uruguayo. Culto, refinado, hombre de mundo y familia, amigo de artistas, compañero de ruta de la generación de posguerra, entre un Uruguay de vacas gordas y el país de la “cola de paja”. Coleccionista muy serio, artista de primera línea, ganador de premios internacionales en diferentes bienales, hombre de enorme cultura. Pero también bohemio, divertido, transgresor, con boliche. “Supo equilibrar todo eso y dedicar su tiempo a todo”, dice el hijo, que recuerda a impulsos de su interlocutor. Cuando la charla se pierde, vuelve a preguntar por dónde seguir, tan vasto y seductor es el periplo de su padre. De innumerables amistades, muchas polémicas como los personajes políticos de la época, dato que tal vez importe para evaluar la poca atención que le dispuso el sistema crítico al momento de juzgarlo o transitar por su obra. También su sentido del humor, al que muchas veces acudiría para desacralizar el ceremonial del uruguayo culto y prolijo, demasiado culto y demasiado prolijo a veces como para entender a un artista de la talla de Páez.

La obra lo muestra tal cual era. Se metía con y dentro de su propia obra, la desautorizaba en cierta forma, jugaba con ella. Pero lograba mantener la calidad intacta, la belleza de composición y profundidad, la fuerza del tema y de la mirada y del pincel avasallante. Hay un punch que solo lo tienen los grandes, aunque su obra contenga pequeños juegos de efecto o simplemente bromas al paso. Hay un desem­barco de la Conquista donde se pinta a él mismo y a otro español con un reloj en la muñeca mirando y un llamativo loro multicolor en el centro. Hay figuras casi grotescas, mundos entrecruzados, anacronías, juegos que lo divertían mucho. Pintó a Gardel con una sonrisa impostada que parece atravesada por un puñal, blanca y helada. Hay que pintar a Gardel y no morir en el intento. Los dientes en el centro, expuestos y apretados, los labios rojos, pintados, los ojos chiquitos, el sombrero transparente, apenas delineado por un contorno en blanco. Un Gardel distinto, a punto de ser caricatura. Pero no lo es, se apartó antes o voló más allá, en un intermedio pictórico desajustado, con intensa emoción, libre de toda atadura interpretativa. Es un buen cuadro, un retrato interesante que sale del trillo de uno de los rostros más trillados. No es poca cosa.




Y están sus grandes obras, coloridas, de pinceladas gruesas, de planos retorcidos y perspectivas inusuales. Muchas están allí, colgadas como grandes ventanales al fantástico mundo de un montevideano de ley, de barrio, de bailarines de tango, de boliches y minas. Está su particular mirada de la rambla de Pocitos, sus retratos de artistas, sus personajes amontonados en un primer plano, sus plantas enormes, su pedazo de sandía sobre una mesa, su desmesura a punto de explotar y salir del cuadro. Hay un retrato de una mujer en fondo rojo, un rojo muy particular. La mujer está dibujada con pocos trazos en negro, desprolijos, el pelo sobre la cara. Rostro pálido, labios rojísimos como el fondo del cuadro. Llaman la atención sus ojos vacíos, su rostro y cuello lánguidos, su cara alargada, flaca, atractiva, sensual.



El recorrido pasa de la emoción de una obra llena de historias a una vida repleta de anécdotas. “El día que me muera no va a ir nadie al velorio, voy a tener que rifar un Fiat Uno”. El ex publicista sabía cómo sacar partido a sus propios miedos.
No hay dudas de que esos cuadros solo pudieron salir del espíritu burlón de un gran creador, de un tipo que veía por encima del mundillo, de un hombre hecho a fuerza de sensibilidad. No se trata de soberbia ni rechazo. Al contrario. Sus cuadros reflejan su particular visión de la realidad.
Contradictoria, inexplicable a veces, dura, compleja, cargada de misterios. La reconstruyó a empujones de colores. “Jorgito, se me terminó el amarillo, andá a pedirle al Pollo (Vázquez)”. Y allá salía su hijo a buscar a la casa de ese otro gran artista, que por esa época vivía a tres cuadras. Jorgito creció entre obras de arte. Su padre fue, además, coleccionista, al punto de tener cuadros de grandes artistas europeos contemporáneos, además de una importantísima colección de arte precolombino que luego instaló en el Museo de Arte Americano de Maldonado. “Al lado de mi cuna había un Picasso­ colgado”, recuerda el hijo. “Con la venta de un Chagall se hizo la casa de Carrasco”.

Solía pintar de noche cuando llegaba a su casa. Pasaba unas horas en el taller. Pintaba rápido, lleno de pasión. Cuando un cuadro se complicaba, lo dejaba o consultaba. Alguna vez, a medio camino, no veía la salida. Lo daba vuelta y empezaba a pintar otro, en el mismo lienzo. Se nota el amor al dibujo, el trazo suelto, la línea sinuosa que juega continuamente con la distorsión de imágenes, de figuras. El hijo muestra algunas estampas, bocetos de un viaje que luego emprendería en algunos cuadros. Son especiales, tienen la fuerza de lo simple, la riqueza incomparable de las líneas apuradas que revelan lo esencial. “No le gustaba viajar en avión”, cuenta. Cada vez que salía, dejaba escrito su testamento. Anotaciones en un cuaderno o en papeles sueltos que “ordenaban” su voluntad.

El visitante recibe la primera imagen de un mundo poblado de personajes, algunos reconocibles, otros perdidos en un torbellino de figuras pintadas a pura pasión, con tonos fuertes, pinceladas tremendamente dinámicas. “El hermano pintaba mejor”, recordó el periodista un comentario de un amigo referido a los Páez y a la excelencia de la obra de Jorge frente a la de Carlos, aunque se cuidó de decirlo. No es fácil hablar del hermano de Carlos Páez Vilaró (1923-2014), ni de la calidad de ambos legados, ni de la herencia artística regalada por ambos al país. Pero ante la enorme popularidad de uno, se impone inevitablemente la calidad profunda y permanente de la producción del otro, el menos mediático, el que se murió antes, el que curiosamente quedó relegado, malamente olvidado por la crítica malhumorada, por la actitud ortodoxa y fundamentalista de los popes de las nuevas dirigencias. Es justo decirlo: en nada contribuye la ansiedad voraz de la sociedad digital que todo lo consume, lo pesa en dólares, lo compra y lo deshe­cha casi al mismo tiempo. Aunque la obra de este Páez se cotiza muy bien en el mercado ante un público acostumbrado a reconocer su valor.
“En este lugar, la gente a veces no sabe que cena entre miles y miles de dólares”, comenta casi risueño el hijo y se emociona cuando repasa algunos detalles de sus cuadros y de las innumerables anécdotas que tiene desde niño. “Como no hay palomas, esta noche haremos la suelta de gallinas de Júpiter”, decía en la inauguración de una exposición en el Museo de Maldonado, en pleno enero, frente a un nutrido y selecto público puntaesteño. Júpiter era el casero. Lo más divertido era que soltaban las gallinas, de verdad. “Aquello era un caos, así era mi viejo”, dice Jorge. Cuenta la anécdota y señala un cuadro con dibujos en blanco y negro, parte de una enorme obra de siete metros premiada en la Bienal de San Pablo. La anécdota es con la recordada crítica María Luisa Torrens. No conseguían taxi para ir a la inauguración y Páez empieza a gritar que su compañera está embarazada a punto de parir. Así era el autor de este formidable cuadro que parece volcar la oscura pesadumbre de rostros y figuras sobre la materia, a puro dibujo. Entre la línea y la materia no hay nada, ni anécdota ni historia, apenas “la exaltación del signo, lo gestual”.

El resto está por descubrirse, lo dejó un Páez Vilaró diferente, desparramado entre mesas, vasos y copas de un boliche lleno de personajes, en calles a puro rojos y amarillos deslumbrantes.

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Algunas obras del artista J.P.V.

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